Recuerdo las primeras veces que escuché a una de mis maestras decir en clase:
“Cierren sus ojos y respiren pausadamente. Vamos a concentrarnos en el aquí y en el ahora”.
Instantáneamente todas mis compañeras de clase los cerraban obedientes, sin más remedio, entonces los cerraba también. Aquello me resultaba desagradable, una sensación extraña me invadía desde la cabeza hasta los pies y cierto picor aparecia en diferentes partes de mi cuerpo, aquellas palabras provocaban que en el oído interno se escuchara un sonido intenso, un zumbido molesto que me hacía sentir algo parecido a lo que se siente cuando se tiene una urgencia. En mi mente rogaba que alguna soltara una carcajada, pues nunca faltaba quien se permitiera semejante inmadurez. La risa ruidosa, burlona y contagiosa cortaba aquel momento de inspiración para mi maestra a quien por cierto, veo casi a diario. Las 32 jovencitas soltábamos no solo la risa sino también el cuerpo; mostrando nuestros últimos restos del lado infantil y juguetón que quedaba y así eliminábamos sin maldad alguna aquella práctica meditativa.
En aquel entonces tenía 19 años. Estudiaba la filosofía Montessori, lo que después vendría a formar parte de mi vida. Recuerdo trabajar y practicar ilusionada durante horas y horas para llegar al final de la preparación. Mi percepción del tiempo provocaba que constantemente sintiera urgencia por terminar cualquier actividad o tarea pendiente además de todas las responsabilidades propias que estudiar conlleva. Pero el tiempo parecía leer mis pensamientos, puesto que siempre me jugaba chueco; quiero decir, el tiempo jamás me alcanzaba, desafortunadamente mis responsabilidades nunca estaban listas y mucho menos perfectas, y por si fuera poco, mi mente hiperactiva truncaba los pocos períodos de concentración que llegaban provocando que el tiempo se acortara cada vez más.
Obviamente, la sensación interna predominante era de angustia y, en incontadas ocasiones, de frustración; sensaciones que invadían mi cuerpo y mi mente aminorando cualquier posibilidad de acción. La meta parecía alejarse e, irónicamente, la fecha de entrega se acercaba a pasos agigantados. Me sentía un títere del tiempo.
Creo que si hubiera comprendido la importancia de aquella dulce invitación de mi maestra cuando decía: “Cierra los ojos, vamos a contactarnos con nuestra respiración y vamos a estar en el aquí y en el ahora”, me hubiera ahorrado múltiples sinsabores y amargos momentos de estrés; no sólo como estudiante, sino como profesionista y después madre. Pero no fue así, en aquel entonces cerrar los ojos me parecía una tarea imposible y absurda.
Fue hasta casi 20 años después que el sonido de una campanita, y una dulce voz diciendo las mismas palabras de antaño, me cimbraron completamente. Me resultaba precioso escuchar aquello, deseaba profundamente cerrar los ojos, quizá me liberaría de las ataduras del tiempo.
Una mañana de abril, después de pasar una semana soportando una crisis de dolor generalizado en el cuerpo (debido al Síndrome de dolor Miofascial que me había atacado hacía ya un par de años atrás), me levanté dispuesta a encontrar la cura a mi mal. Los dolores en mi cuerpo eran cada vez más frecuentes y de una intensidad casi insoportable. Pero yo no tenía pensado quedarme en cama, mucho menos me cruzaría de brazos y sacaría la lengua para recibir altas dosis de medicamentos que además solo esconderían los síntomas. ¡No!, no estaba dispuesta a vivir así.
Pronto hallé una meditación la cual me invitaba a relajar mis músculos mediante el escaneo corporal. Tal vez esto me ayude, pensé, así que comencé a practicar día y noche con el afán de deshacerme del dolor. Algunas veces conseguía relajarme lo suficiente como para saltarme una dosis. Comencé a experimentar ciertos cambios positivos, así que tenía un único deseo: pasar más tiempo relajando mis músculos. Mientras más practicaba más me relajaba y casi sin darme cuenta avancé de los ejercicios para principiantes a prácticas más largas, las cuales requieren de mucha más concentración y atención, pero para ese entonces mi deseo se había convertido en un propósito, conocía la intención.
Continué haciéndolo cada mañana después de dejar a mis hijos en el colegio, fui aumentando poco a poco a una segunda práctica a medio día y, meses más tarde, a una más antes de acostarme. Me sentía emocionada al darme cuenta de algo: mi mente hiperactiva por fin se comportaba diferente. Sentía el vacío de pensamientos y disfrutaba esa sensación de reposo en mi cuerpo. ¡Era algo increíble! Los días de dolor se estaban alejando. Un día a la vez pensaba… aquí y ahora decía yo con fe…
Al cabo de unos años regresé a mi deporte favorito y continué escribiendo, pasatiempo que había dejado por la paz porque pasar frente a la computadora tantas horas me salía carísimo.
Sabía muy poco acerca del Mindfulness, de hecho no sabía nada. Había visto y escuchado en Youtube las prácticas a las cuales continuaba aferrada, sin embargo, deseaba aprender, así que decidí leer y conocer íntimamente eso que me había “curado”.
El Mindfulness fue creado por el biólogo molecular Jon Kabat-Zinn, quien en 1979 abandonó su carrera como científico para crear una clínica para la reducción de estrés en el Hospital Universitario de Massachusetts.
Mindfulness es una palabra difícil de traducir, sin embargo, se dice que significa consciencia plena. La práctica de Mindfulness consiste en centrar la atención en la respiración, es decir, en el momento presente; permanecer en el aquí y en el ahora con consciencia plena, sin juzgar ni los pensamientos ni los sentimientos. Es la práctica más sencilla, más cómoda y benévola que he conocido, quiza por eso me enamoré de ella.
El Mindfulness nace de las enseñanzas contemplativas antiguas, por lo tanto tiene bases sólidas en las cuales se fundamentan sus beneficios: reconectar con la vida, cambiar la percepción de lo que sucede en mi interior, aceptar, reconocer y agradecer aquello que siento, reducir el estrés al incrementar la capacidad de relajarme, elevar mis niveles de energía y ganas de vivir, aminorar el riesgo de sufrir depresión, crisis de ansiedad y de pánico, dolor crónico, etc.; además de expresar más compasión y amor a mí misma, a los demás y al planeta y, por supuesto, largos periodos de concentración.
Todo ello se obtiene mediante las diferentes prácticas de la atención plena. Y ¿qué se necesita para obtener tantísimos beneficios? Disciplina. Nada más.