Pocas oraciones como ésta despierta en los papás tantos sentimientos al únisono de culpa, enojo, frustración y perplejidad.
En un mundo en donde se nos exige ser los mejores padres, con tantos expertos incitándonos a atender todo el tiempo a nuestros hijos de cualquier manera, a maximizar y optimizar todo el tiempo disponible en aras de ventajas competitivas -y presumirlo en las redes sociales-, teniendo a la mano tantas herramientas para tenerlos divertidos y estimulados (escuela, medios digitales, lecciones de ballet, gimnasia, clases de natación, estimulación temprana, videojuegos etc), la palabra “aburrido” nos hace sentir que somos de lo peor. ¿En qué hemos fallado?
Reflexionamos y nos preguntamos ¿En qué más podemos inscribirlos para librarlos del hastío? ¿Qué película le descargo del Netflix para que no se aburra en el coche o en el avión? ¿Qué otro videojuego le compro? ¿A qué terapia de estimulación lo meto?
Pues bien, querido papá y mamá, te tengo una opinión muy digna a considerar: eres papá, no coach de entretenimiento infantil. Estás para darle de comer, vestirlo, inscribirlo en la escuela (ya hablaremos próximamente de la angustia de decidir sobre la escuela mejor para tu hijo) y muchas cosas más, pero no para tenerlo ocupado todo el tiempo. No hay motivo por el cual te sientas obligado a dejar lo que estás haciendo para divertir a tu hijo. Nadie pide esto de ti.
Tratar de tenerlo todo el tiempo estimulado es un error garrafal. Lo estás educando en un grave error: La vida adulta no es divertida todo el tiempo. Todos tenemos días o partes cotidianas en donde tenemos que hacer labores que hastían y no son agradables. Aún el “trabajo soñado” tendrá sus bemoles y habrá que hacer la parte aburrida con buena actitud.
Este verano leí por segunda vez un libro que se me hace maravilloso, se llama “Matar a un Ruiseñor” de Harper Lee, un clásico de la Literatura Norteamericana y ganador del Pulitzer. En el mismo, además de ser un hito en denunciar las atrocidades del racismo y la violación sexual, relata de una manera deliciosa y magistral la manera en que dos hermanos y un padre viudo pasaban los veranos en los 1930´s en el sur de ese país. No había televisión inteligente ni X-box, cursos de verano de 7 am a 8 pm o vacaciones de 2 semanas en la playa. Solamente amigos, piedras, árboles, un río cercano, imaginación y una casa sombría colindando. La descripción de los juegos simples, la curiosidad por ver qué o quién había en esa casa misteriosa, las obras de teatro que inventaban, no han sido igualadas por ningún otro autor.
Hasta hace algunos años, la vida era aburrida y así la aceptábamos. Era parte de nuestra condición. La aparición de la radio, la televisión y de ahí la explosión de los medios digitales es muy reciente en nuestra historia como homo sapiens.
Lo interesante del asunto es que está demostrado que una saludable dosis de aburrimiento, positivamente encausada, estimula la mente y la creatividad. Crea autodisciplina. Favorece la paciencia, la tolerancia a la frustración y la autorregulación. Hace que el niño (y el adolescente) use los recursos a su alcance. En vez de responder a tu hijo “pues vamos a ver Netflix” o “usa tu Ipad” pídele que levante la mesa, que arregle su cuarto, que arme un rompecabezas, que se salga a jugar con el perro o andar en bici, o haz con él actividades como leer un libro, armar un rompecabezas, es decir, cosas en las cuales se requiera de una participación activa física o mental (o ambas) de su parte. ¿Le va a gustar? Posiblemente no, en un principio. ¿Le va a servir? Muchísimo. Con el tiempo, esto le enseñará a usar proactiva y creativamente el tiempo libre, a no desperdiciarlo miserable y pasivamente en las pantallas.
Se vale decir de vez en cuando, “Hijo, busca en qué entretenerte”. Repito: también tenemos derecho como papás a un momento de descanso y solaz para nosotros.
Como última reflexión y ejemplo extremo de las bondades del aburrimiento bien aprovechado: Un tal Albert Einstein, oscuro hasta entonces empleado de una oficina de patentes de Berna (Suiza) hizo lo siguiente con su tiempo libre en ese trabajo, simplemente usando la imaginación y sus conocimientos: a los 26 años de edad, entre marzo y septiembre, publicó cuatro trabajos que revolucionaron la concepción de la luz, la materia, el espacio y el tiempo. Se le conoce a ese periodo como el “año milagroso”. El más conocido de éstos, es la teoría de la relatividad, pero los otros tres eran igual de brillantes y para premio Nobel… ¿Cómo sabes que tu hijo no es el siguiente visionario o científico si no lo dejas aburrirse un poco y divagar?