Si fuéramos capaces de terminar las relaciones (amorosas, familiares, de trabajo, de amistad) aceptando que no podemos cambiar a nadie y que lo que sucede no es culpa sino responsabilidad de cada quien, entonces sí que los ciclos quedarían cerrados.
Sería más sencillo decir: “Hasta aquí estuvimos de acuerdo, el camino se terminó y ya no seguiremos juntos”.
O: “Ya no quiero estar junto a ti porque ya no me sumas o yo te resto”.
Dejaríamos ir a los demás sin enojo o tanta frustración.
Podríamos agradecer el paso en nuestra vida de esas personas que vienen a mostrarnos las partes en que estamos aún heridos, donde aún no hemos sanado.
Esa parte lastimada que dice: “¡Ahí duele!”
Estaríamos dispuestos a vernos en el otro, a poner atención en lo que me dice a mí lo que ellos hacen. No para juzgarlo, sino para saber por qué me molesta tanto.
Qué hay en mi comportamiento de eso que tanto juzgo o que no me permito.
Entenderíamos que prestarse a jugar ese papel evolutivo no suele ser fácil ni agradable.
Siempre será el malo el que me ayuda a sanar, hasta que entendemos que su participación en nuestra vida nos llevó a ser lo que hoy somos.
Así que, a quienes tienen que irse, nuestra gratitud por tanto aprendizaje.
A quienes se quedan, nuestro amor eterno; y a quienes lleguen, nuestra mejor sonrisa y bienvenida, porque ningún encuentro es casual.
Tal vez llevamos vidas buscándonos, solo para cumplir con esa tarea de enseñarnos y de aprender.