La gente ya no lee, por eso escribo

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Marcela Corral

Escritora, Ilustradora y Facilitadora de experiencias creativas

Ayer abrí un correo que tenía como asunto la siguiente sentencia: “Nadie lee nada”. Sin lugar a dudas, el mejor gancho de la vida, porque no tardé ni medio nanosegundo en abrirlo y devorármelo completo. El mail arrojaba algunos datos alarmantes: los capítulos de los libros de ficción son más breves que los de hace una década y menos del 50% de los lectores llegan al final de un libro de no ficción.

En un mundo donde la IA cocina a fuego rápido textos en apariencia eficientes (aunque sin alma) y las redes sociales nos modificaron nuestros niveles de atención y enfoque, sentarse a leer una historia se antoja una actividad cada vez más de culto.

Pero esa es justo la razón por la que hoy, más que nunca, es necesario que escribamos.

Quizá esto se parezca a la resistencia de los fotógrafos de film ante el nacimiento de las cámaras digitales o, si nos vamos más atrás, a la de los pintores cuando nació la fotografía. Puede que sí, pero yo creo que la escritura es otra cosa. El formato podrá modificarse con el paso del tiempo, como lo ha hecho desde que se escribía en tablillas de piedra hasta la tecnología que tenemos en nuestros días. Pero ya sea en pergamino o en kindle, la materia prima siguen siendo las palabras. Las benditas palabras que se hilvanan para crear ese tejido invisible que nos conecta a todos como humanidad.

Del lado de los optimistas está Verónica Flores, fundadora de VF Agencia Literaria, a quien escuché decir en una entrevista que el incremento en las ventas de la industria editorial en el 2024 podía de una vez y para siempre echar por tierra el mito de que el libro tenía los días contados con la llegada de los dispositivos de lectura electrónicos.

Sí, es posible que nuestra capacidad de atención esté menguando, que los videos de cinco segundos ganen terreno por sobre las películas de dos horas o que para algunos los clickbaits resulten suficientes para “informarse” de lo que pasa en el mundo. Y es posible también que se me tache de idealista, pero considero que después de esta era de hipofocalización y anemia reflexiva, el péndulo oscilará hacia la necesidad imperante de escuchar a profundidad nuestras historias.

Hace unos días fui a una librería local, Tecnilibros, a pedir la oportunidad de llevar algunos ejemplares de mi libro “Cartas para volver a casa”, petición que el dueño recibió con gran generosidad. En nuestra charla le conté que era clienta frecuente de la sucursal del centro de Ensenada desde que llegué a vivir al puerto, y le pregunté cuántos años tenía con la empresa. Daniel me contó que sus padres fueron quienes la abrieron en 1974 y que él tiene algunos años que tomó la administración.

Mi curiosidad me llevó a preguntarle cómo les había ido en la pandemia, pues yo asumía que con tantísimo tiempo libre que de pronto teníamos entre las manos los libros hubieran vivido su mejor momento. Me dijo que lo difícil fue la orden de no abrir las puertas, pues la gente quería comprar libros pero la librería debía permanecer cerrada. “Nos las arreglábamos”, me contó, “los chavos aquí pusieron todos de su parte, algunos venían a limpiar y otros ayudaban a recibir pedidos y entregar libros por fuera”.

Todavía sorprendido ante esta especie de serendipia de la que fue testigo, me platicó que un día llegó a la librería un joven con motocicleta a ofrecerse para entregar libros a domicilio. Daniel aceptó su ofrecimiento y entonces pudieron seguir vendiendo libros vía mensajes y correos electrónicos. “Cuando volvimos a la normalidad y abrimos la librería, nunca más supe de esta persona, de verdad no entiendo de dónde salió”.

Imagino a este héroe sin rostro como mensajero del reino de las letras, resistiéndose a morir en aquella especie de limbo en el que nos sumergimos todos, un paréntesis eterno que quizá fue el más necesitado de esos relatos que nos salvaran de la incertidumbre. En mi mente se gestan escenas cinematográficas de un caballero motorizado que surfea las calles desiertas para salvar a los libros del olvido. Una especie de Quijote que se enfrenta ante las pantallas como los desaforados gigantes que terminarán por atraparnos en sus fauces si no luchamos con coraje, un libro a la vez.

Si la gente ya no lee, entonces es más urgente que nunca escribir. Burlar a punta de historias al destino al que parece que nos dirigimos como autómatas: un desierto en el que las palabras mueren de sed porque no hay quien les dedique el tiempo que se merecen.

Escribir en diarios, en libros, en cartas… como una forma de resistir a la sequía a la que nos condenará la distracción.

Si sientes el llamado a expresarte a través de las palabras y dejar salir esas historias que te habitan, puedo ayudarte en mis talleres en línea. Escríbeme a hola@marcelacorral.com para platicarte acerca de ellos.