Todos tenemos cerca un niño que catalogamos como “problema”, “rebelde”, “desafiante” ¿puedes traerlo a tu mente por un momento? ¿recuerdas algún episodio difícil que hayas tenido con él? ¿cómo te sentiste? ¿qué provocó su comportamiento en ti? ¿cómo reaccionaste, funcionó? Te invito a que hagamos un alto y nos preguntemos ¿qué pasaría si cambiáramos el lente a través del que miramos?
Estos niños muchas veces son castigados por ser quien son; porque preguntan y no se conforman con cualquier respuesta, porque son tan curiosos que se detienen a investigar, a observar, a cuestionar; porque dicen lo que piensan, porque hacen las cosas de forma diferente, porque tienen un ritmo distinto al nuestro que se sale de “horarios y agendas”, porque necesitan moverse mucho y necesitan más espacio.
Estos niños experimentan rechazo y fracaso muy frecuentemente, son niños que van perdiendo la confianza en los adultos, que están cansados de obtener las mismas respuestas, que pierden la esperanza de que las cosas puedan cambiar, de que alguien los ayude y muchas veces también pierden la confianza en ellos mismos.
El comportamiento de un niño siempre, siempre, es una señal… es la forma en la que comunica que algo le está resultando difícil, es la forma en la que te dice: “Estoy intentando, pero no sé cómo hacerlo”, “No tengo las herramientas, por favor enséñame” “Necesito ayuda”, “Estoy agobiado, estresado”, “Necesito espacio”, etc.
Hay dos tipos de comportamiento: Afortunados y Desafortunados. Los Afortunados vienen de niños que percibimos como frágiles, sensibles, fáciles o “buenos”. Son comportamientos como llorar, acercarse, pedir ayuda, acurrucarse. Se llaman afortunados porque despiertan empatía y compasión en el adulto, por lo tanto, se les ayuda. Los desafortunados vienen de niños que percibimos como fuertes, desafiantes, rebeldes, desobedientes, difíciles. Son comportamientos como gritar, golpear, contestar, maldecir, huir. Se llaman desafortunados porque generan enojo y rechazo en el adulto, por lo tanto, no reciben apoyo, se les imponen castigos muy duros, se les aisla… se les condiciona el amor.
Sea cual sea el comportamiento del niño sigue siendo una señal, sigue siendo una forma de comunicar que está teniendo dificultades para satisfacer o cumplir con la expectativa que se tiene de él; en otras palabras, que la expectativa está por encima de sus habilidades. No digo que el niño puede hacer lo que quiera o faltarnos al respeto, lo que trato de decir es que tal vez lo que hace no está bien pero hay algo por debajo de ese comportamiento que está sin resolver; una habilidad que no tiene y necesita aprender o una necesidad que no ha sido cubierta.
Ningún niño quiere ser etiquetado como malo, ser la oveja negra, ni pasar el día en la oficina de la escuela, o castigado en su cuarto; todos nosotros deseamos ser amados, queremos sentir que importamos, sentirnos reconocidos y mirados; es una necesidad básica de todo ser humano, causar problemas y provocar enojo a propósito sería ir en contra de esa necesidad. Estos niños no quieren dar problemas, y se sienten tristes cuando sin querer los causan, lo que pasa más bien, es que tienen un problema que no saben cómo resolver, una emoción que no saben acomodar.
Preguntémonos ¿en realidad son niños problema? ¿desobedientes, rebeldes, desafiantes? ¿o somos nosotros que no sabemos lidiar con la incomodidad que nos provoca su comportamiento, que no sabemos escuchar? ¿o somos nosotros que tenemos expectativas obsoletas que no están al servicio del bienestar de ese niño (del que tenemos delante, no del que nos imaginamos debería ser)?
¿Y si cambiáramos el “no quiere” por “el no puede”, y si nos fijáramos más en sus esfuerzos y respetáramos sus procesos? Los niños lo hacen bien cuando pueden hacerlo bien ¿por qué elegirían otra cosa, por qué elegiría tomar el camino difícil?
¿Y si cambiáramos el juicio por la empatía? escuchando con todo nuestro ser, sin tener respuestas en mente, sin descartar necesidades, emociones o soluciones, activando nuestra curiosidad: “Quiero entenderte”, “¿Cómo te puedo ayudar?” “Me doy cuenta que esto te resulta difícil”.
¿Y si en lugar de decir: Es un niño rebelde, desobediente y difícil, decimos: Es un niño seguro, valiente y libre? Muchas veces nos cuesta verlo así porque su fuerza choca con la nuestra y sentimos que perdemos control. Medimos la bondad de un niño según tenga la capacidad de “encajar” en nuestra vida y de adaptarse a nosotros. Nos gustan los niños “buenos” porque nos permiten mantener el control, porque nos hacen la vida fácil. Los otros niños, los que llamamos desafiantes, nos orillan a salir de nuestra comodidad, a buscar, a cuestionar, a recapacitar, a tener la humildad de reconocer que podemos aprenderles y a dejar de pensar que lo sabemos todo sólo porque somos adultos.